No se equivoquen, el debate
político sobre la pretendida independencia catalana. La construcción del relato
político que es necesario para justificar las posiciones de cada uno de los
actores es primero conceptual y después sobre las consecuencias. Gira y necesariamente
colisiona en torno al concepto de democracia, qué debemos entender por sistema
democrático, y deriva después hacia la explicación de las consecuencias de la
independencia.
Afirmaciones como “o referéndum o
represión” (Casals), “estamos en una España que está volviendo al franquismo”
(Lloveras), “solo el Parlamento de Cataluña puede inhabilitar el Gobierno que
yo presido” (Puigdemont), o “nosotros nos sentimos acogidos por el Derecho
Internacional” (Junqueras), se enmarcan dentro de una estrategia destinada a
sostener que la democracia se identifica con el ejercicio del derecho al voto,
y a convencer de que no existen consecuencias perjudiciales del proceso.
No hay que confundir lo efectista
con lo esencial. Las consecuencias son malas para ambas partes, pero el debate
se ha de dar respecto a la idea de democracia. Dejar triunfar el relato
independentista de identificar la independencia con el ejercicio al voto es perder
la batalla política central, sin la cual es imposible convencer a quien piensa
que legítimamente puede irse de que no se vaya porque es muy malo para él.
Todo sistema democrático se basa
en una serie de derechos, de pesos y contrapesos entre los poderes separados
que integran el Estado, al mismo tiempo que se dan instrumentos a las minorías
para garantizar sus derechos y se establecen procedimientos reglados para el
ejercicio del poder.
Si limitamos la idea de democracia
a la ilimitada voluntad del pueblo emanada de sus votos, el sistema deriva
hacia lo que Alexis de Toqueville llamaba “tiranía de la mayoría”. Precisamente
por esto la apelación al referéndum como única opción verdaderamente
democrática no solo es falaz, sino profundamente incoherente.
Si pretendemos sostener un
sistema democrático fuera de los procedimientos legales que ordenan el
ejercicio del poder, en definitiva, más allá de lo que la ley permite, estamos
creando justamente lo contrario. Ya encontramos en Aristóteles una clara opción
por el gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres. Menos abstracta
es la siguiente afirmación de Cicerón, quizá una de las más bellas definiciones
de la libertad que existen, que afirma que “somos
siervos de las leyes para ser libres”. Es por esto que los episodios
vividos la semana pasada en el Parlament hacen perder toda legitimidad de origen
a las normas aprobadas por el mismo, al tiempo que destruyen toda apariencia
democrática del proceso independentista.
Decía Marta Rovira que seguían
ese procedimiento porque, los otros, “no les habían dejado otra opción”. Lo que
traducido significa que como no tengo las mayorías necesarias para desarrollar
mi proyecto político, en vez de mantenerme dentro de las reglas e intentar
alcanzar el apoyo suficiente, pisoteo toda la legalidad vigente y sacrifico los
derechos del resto en pro de un bien mayor, la independencia. La cercanía de
esta afirmación a los teóricos de la razón de estado es preocupante. La otra
opción no es mucho mejor, encontrar la legitimidad de origen del nuevo orden en
una teoría de la revolución (legitima el nuevo orden jurídico en un hecho de
fuerza), porque ni si quiera el derecho de resistencia de John Locke tendría
cabida.
Lo de las consecuencias jurídicas
y el pretendido amparo en el Derecho Internacional y la falta de regulación en
la Unión Europea para expulsar a un “Estado Miembro”, lo dejamos para las
Resoluciones 1514, 1541 o 2625 de las NNUU (de interés son las declaraciones al
respecto de Cataluña del anterior Secretario General) o las Declaraciones del
Comité de las Regiones de la Unión Europea. Hoy solo se engaña a quien está
dispuesto a ser engañado.
Carlos Alonso Mauricio.
P.S. El escrito no tiene
intención de ser exhaustivo ni respecto de las declaraciones ni
conceptualmente. La única pretensión es exponer alguna de las falencias del
discurso independentista en el intento de revestir el proceso de una imagen
democrática y como un proceso ajustado a Derecho o, al menos, legitimado
legalmente tanto interna como internacionalmente.